[publicado en La Provincia, 19-08-2015] http://www.laprovincia.es/las-palmas/2015/08/19/debate-base-naval/736308.HTML
[Ortofoto de la Base Naval]
Hace unos años, una conjunción de intereses del Cabildo Insular, el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria y la Autoridad Portuaria, permitió llevar a cabo una experiencia que tenía como finalidad la renovación del frente marítimo de la ciudad, particularmente el área entre la Base Naval y el Muelle de Sanapú. El trabajo, que partiría de un curso expresamente financiado por las tres instituciones y desarrollado en la Universidad de Harvard, llevó a nuestro equipo de arquitectos (C-G) a situarse al frente del proyecto durante casi un trienio. Tiempo en el que se construyeron el Complejo Woermann y el Centro Comercial El Muelle, aunque el encargo que se nos había hecho iba más dirigido a plantear problemas de conjunto.
El tema viene a colación por la actualidad que ha adquirido la supuesta recuperación de la Base Naval. Como es fácil de suponer la Base Naval era uno de los temas estrella del encargo señalado y después de tanto tiempo al frente del proyecto pueden suponerse la cantidad de reuniones, debates y discusiones que entre las instituciones implicadas se pusieron sobre la mesa en relación con este recinto militar. La reconsideración de aquellas discusiones es lo que ahora nos anima a salir a la palestra.
Normalmente al afrontar este tema se alude a las negociaciones con las Autoridades Militares, en tanto que es evidente que la posibilidad de contar con ese espacio constituye la base de partida. Sin embargo, entendemos que el tema es mucho más amplio y de ahí que su resolución deba abordarse a partir de la conjunción de diversos factores y de la relación entre ellos, esto es a partir de una metodología integrada. De no ser así, un proyecto de esta envergadura pronto caerá en el olvido, o en el limbo más absoluto. Esperando una coyuntura que, de ofrecerse, lleve a ejecutar con prisas una actuación aislada más, como si esta ciudad no fuese capaz de actuar de otro modo.
En principio es preciso plantearse dos temas básicos: el programa de usos y la gestión, a los se deberá añadir otros como el rol urbano del área, su relación con el frente marítimo en su conjunto, la accesibilidad-movilidad y otros parámetros morfológicos. Pero ante todo, deberá debatirse abiertamente el futuro que se pretende y cómo alcanzarlo, fomentando la más amplia participación activa. Es evidente que se trata de una aspiración de esta ciudad ya recurrente, y que en cualquiera de los casos precisará de un plazo dilatado para alcanzarla. Estas circunstancias ofrecen tal vez la oportunidad ideal para desarrollar un proceso de construcción de ciudad contemporáneo, donde los términos de participación y transparencia no queden en etiquetas vacías.
El debate abierto sobre los dos aspectos básicos señalados, esto es su futuro uso (o usos) y su gestión urbanística, podrían ofrecer el marco adecuado para que cada punto de vista sea entendido y apreciado, y por tanto pueda avanzarse en la definición real de lo que se pretende. Las cuestiones a plantear inicialmente serían pues: ¿En qué se propone convertir el espacio existente? Y ¿Cómo se va a llevar a cabo? Cuestiones a someter al escrutinio, control y decisión de todos los sectores sociales implicados (no los supuestos, sino los realmente implicados) ampliando los márgenes de la instancia estrictamente municipal, tanto técnica como política y superando los viejos atavismos del derecho a decidir por haber sido elegido. Si esto se afronta a partir de un proceso así planteado, habremos ganado mucho.
Los procesos de participación ciudadana, el trabajo desde comisiones diversas, la definición previa de ideas de conjunto entre ciudadanos, profesionales y posibles inversores públicos y privados, está extendida en otras comunidades de mayor desarrollo que la nuestra, aunque no está muy desarrollada en España. Tal vez estemos en el momento de avanzar en este tipo de procesos.
Porque probablemente el mayor problema que nos vamos a encontrar, si es que realmente la recuperación del recinto militar se decide llevar a cabo, es cómo actuar sobre el espacio existente y cómo gestionarlo. Algunas voces se han levantado dando por hecho que sea cual sea su función a futuro, la financiación de la operación global deberá ser pública. Y algunas otras voces, más minoritarias, dan cabida a una cierta participación privada. No cabe duda que, al margen de cómo lo haya tratado la última versión del Plan General Municipal aprobado, unos ciertos valores arquitectónicos contiene la estructura edificada existente. No, a lo mejor, el conjunto como tal, pero sí algunos elementos urbanos y piezas concretas. Pero la protección de esos elementos por sus valores arquitectónicos, no impide necesariamente su explotación privada. Los barrios de Vegueta y Triana están llenos de ejemplos de edificios protegidos y renovados explotados por privados. En cualquier caso, no queremos tanto decantarnos por la dicotomía público / privado, cuanto poner sobre la mesa los temas que creemos que más van a concentrar la discusión en una supuesta recuperación de la Base Naval.
El recinto es el resultado de la readaptación de una antigua plataforma frutera en suelo militar en una coyuntura especial de carácter bélico. Plataforma construida sobre la base de uno de los castillos que formaban el cordón que recorría todo el litoral de la ciudad desde el de La Luz hasta el de San Cristóbal. Un tema, éste del castillo, por cierto, también a reconsiderar. Las primeras piezas construidas de las existentes fueron las dos naves delanteras, que ya suponen una parte del patrimonio edificado del recinto. Otras piezas se fueron alineando a partir del eje prolongación de Mesa y López una vez superada la muralla de piedra que bordea la entrada de le Base. Otras edificaciones de diferentes dimensiones pero de menor interés arquitectónico completan la estructura, pero pensamos que pueden ser obviadas a la hora de una posible reestructuración del recinto.
Como puede apreciarse son variados los aspectos que rápidamente surgen en el debate sobre el qué y el cómo. La clarificación y acuerdo sobre los mismos podrían ofrecer un marco firme a partir del que impulsar definitivamente la recuperación de la Base Naval para la ciudad. El proceso participativo al que aludimos debe diseñarse y articularse convenientemente, de tal forma que cada agente comprenda las aportaciones de los demás, al tiempo que le sirven para redefinir su propia posición. La ciudadanía tiene derecho a entender las opciones que se barajan, tanto en relación al resultado espacial final como a la gestión y financiación de la actuación. Los profesionales tienen la responsabilidad de traducir las aspiraciones ciudadanas, al tiempo de atender los requerimientos técnicos y espaciales precisos. Y los responsables públicos tienen la capacidad de organizar el proceso, demostrando que la transparencia no es la lupa con la que mirar hacia atrás, sino sobre todo la forma de avanzar hacia el futuro.
Por tanto, el tema no es tanto de recuperación si / recuperación no. Nosotros en particular pensamos que la Base Naval se debe devolver a la ciudad: deben quedar muy pocos cuarteles y bases militares en el frente marítimo de las ciudades. Ahora bien, debe hacerse, por una vez, quizá la primera de muchas, con la ciudadanía, en el marco de un proceso y programa temporal adecuado y acordado. Los ejemplos de proyectos y concursos de los últimos años en esta zona de la ciudad, han sido demasiado aparatosos y frustrantes como para tropezar con la misma piedra.
[‘La Casa del Niño’ en los años 40. Las Palmas de Gran Canaria. Miguel Martín Fdez. de la Torre]
Uno de los síntomas que muestran con más fuerza y solvencia el grado de desarrollo de una comunidad es la atención y preocupación por su legado histórico: por la defensa y puesta en valor de sus vestigios, de las señas que va dejando el devenir de su recorrido en el tiempo. Y esto incluye tanto lo tangible como lo intangible, lo real como lo soñado,…El patrimonio heredado es un conjunto ingente de acciones, reflexiones, intenciones,…, con unos efectos en la historia que terminan constituyendo lo más luminoso de nuestra esencia como comunidad.
Tal vez la entidad que con mayor fuerza materializa y sintetiza esta manifestación colectiva que llamamos patrimonio sea la ciudad. La ciudad es la expresión más auténtica de lo que se ha dado en llamar la «memoria colectiva» y representa (toda ella y en todos los momentos) los activos ( pasados y presentes) de la comunidad que la habita. Ciudad y patrimonio son dos términos intercambiables. Por eso es tan importante que veamos y actuemos sobre nuestro entorno urbano en función no sólo de su utilidad sino de los valores integrales que representa.
Las Palmas de Gran Canaria, como cualquier otra ciudad del mundo, tiene lo suyos y no vamos a dejar de considerar aquí que algunos pasitos en la dirección de este reconocimiento se han dado en los últimos años. Pero son pocos. Y siempre muy mediados por el oportunismo y la coyuntura. Y no siempre muy meditados en relación con el cuidado y la calidad de las intervenciones. En cualquier caso, son muchos más, aunque poco visibles, los ataques, en algunos casos despiadados y vergonzantes, sobre todo cuando al patrimonio espacial nos estamos refiriendo.
Pongamos el acento en la arquitectura racionalista. Una manifestación de nuestra cultura arquitectónica con muy pocas similitudes con cualquier otro campo de nuestra historia patrimonial reciente. Y lo decimos porque probablemente no sea muy conocido que el conjunto de ejemplos de este tipo específico, llevados a cabo durante los años treinta y cuarenta del pasado siglo, un tipo conceptualmente más restringido que el más genérico de «arquitectura moderna», constituye (cualitativa y cuantitativamente) uno de nuestros mayores orgullos.
Durante estos años se construyó mucha «arquitectura racionalista» en Las Palmas de Gran Canaria y, sin embargo, sus valores, probablemente desconocidos por parte de quien era responsable de su cuidado, han sido sistemáticamente despreciados y en algunos casos casi no queda resquicio por donde detectar su original «racionalismo».
Como siempre tenemos que volver la mirada a aquellas comunidades más desarrolladas que la nuestra en que, incluso en los casos en los cuales estos ejemplos son minoritarios (o quizá precisamente por ello) su tratamiento cara a su conservación ha sigo exquisita. Un tratamiento cuyo objeto no ha sido sólo su protección como pieza única e irrepetible, sino, si su estructura ha sido alterada, la vuelta rigurosa a su estado original. Los casos de la Casa Block en Barcelona y la colonia Weissenhof en Stuttgart, son realmente paradigmáticos.
Ya hemos señalado en otros escritos y comentarios periodísticos la desgraciada intervención en el edificio del Cabildo Insular de Gran Canaria. Y no sólo en la rehabilitación de la pieza original (que ya va mostrando su prematuro desgaste) sino en su ampliación. Y no valen excusas relativas a la desaparición del autor en medio de la elaboración del proyecto, puesto que alguien se habrá ocupado de sustituirlo. Pero no vamos a insistir en este caso tan poco afortunado. Otros ejemplos, sin embargo, como las casas particulares de los arquitectos, Javier Mena (Ciudad Jardín) y Marta Cuyás (Tafira Alta) pueden ser dos ejemplos a seguir.
Esperamos que los recientes cambios en los responsables de nuestro acervo histórico a raíz de las últimas elecciones se traduzcan en una real evolución del concepto de patrimonio y de una escasa y epidérmica acción sobre nuestra arquitectura, en concreto sobre nuestra «arquitectura racionalista», pasemos a una concepción más dinámica y rigurosa de ella.
[Imagen de J. Oller]
Hay dos cuestiones que en los últimos tiempos están afectando directamente a la libre concurrencia de los arquitectos a su trabajo profesional. Algo que afecta directamente a la economía de mercado que, aunque nos guste a unos más que a otros, caracteriza a nuestra sociedad. Uno es la existencia y la forma de actuar de la sociedad pública Gesplan y otra, es la forma de afrontar por parte de la administración pública los concursos de ideas vinculados a la arquitectura.
Los concursos de ideas para llevar a cabo un proyecto de arquitectura o urbanismo tienen varios siglos de existencia (válganos como ejemplo la catedral de Florencia de Brunellesci así como las iniciativas para la reconstrucción de Londres, después del incendio de 1666), y siempre se promovieron con la sana intención de seleccionar las mejores propuestas. Por tanto, la competencia ha sido grande, lo cual revertía en un bien para el avance tanto de la ciudad como de la profesión. Los que conseguían los primeros premios pasaban a ser profesionales reconocidos, amén de garantizarse una posición en la contrucción teórica y/o práctica de proyectos de indiscutible interés para la ciudad. Para asegurar la bondad de las decisiones, los jurados estaban compuestos por figuras relevantes en la materia a la que el concurso hiciera referencia.
De alguna forma, en los países desarrollados, la mecánica de los procesos de selección se ha ido afinando y perfeccionando, hacia fórmulas que puedan llegar a ser lo más transparentes y justas posibles. En los proyectos de arquitectura ha sido la propia UIA (Unión Internacional de Arquitectos) de la mano de la UNESCO, la que ha establecido los límites y los márgenes en que deben ser desarrolladas las bases de los concursos (ya desde 1978, la Unesco aprueba el reglamento tras las recomendaciones observadas en la convención del 56 sobre los concursos internacionales de arquitectura y urbanismo).
Tanto desde la UIA como el RIBA (Real Instituto de Arquitectos Británicos) han dedicado un gran esfuerzo para conseguir que, en los concursos de ideas abiertos a promover, quedaran garantizados: a) el anonimato de los participantes, b) la selección de los mejores proyectos (con el suficiente número de arquitectos del máximo nivel en el jurado) y c) la defensa de la autoría de los proyectos ganadores y, en el caso de llevarse a cabo las obras, la consecuente asignación del encargo a esos ganadores.
En Las Palmas de Gran Canaria parece que se desconoce esta realidad técnica e histórica, ya que de un tiempo a esta parte, el proceso se ha revertido (algo a lo que seguramente también hayan contribuido la crisis y sus consecuencias en el mercado laboral). Obviando la coincidencia de que gran parte de los concursos de ideas suelan acumularse en periodos electorales, muchos de estos parecen tener como finalidad última la generación de eventos masivos en los que se discuta y divulgue cualquier tema que sea de interés para la ciudad (una práctica, la de pensar la ciudad, que no tiene nada de malo, si bien existen otros medios de estimularla). Quienes aportan el trabajo y las ideas detrás de estos eventos de indiscutible rédito mediático para las instituciones, son los equipos de profesionales, en la confianza de que con ello alcanzarán alguna posibilidad de desarrollar un proyecto real que, como mínimo, tenga un reflejo notorio en la obra final (eso sí, la posibilidad de que el equipo ganador acabe dirigiendo la construcción de la obra se ha convertido en algo cada vez más remoto). Gracias a esta labor de los participantes, los promotores acceden a múltiples buenas ideas, ideas que de otro modo no podrían obtener o les representaría un gasto mucho mayor. No debemos detenernos en las posibles injusticias de este sistema de “perdedores” y “ganadores”, ya que forma parte de las reglas del juego, y todo profesional que accede a participar en un concurso de esta naturaleza lo hace asumiendo el riesgo de que el trabajo, el sacrificio y la creatividad invertidos en su propuesta queden sin remuneración monetaria o sin reconocimiento público de no resultar ésta la ganadora. Con todo, el auténtico fraude se produce con la apropiación ilícita de una (o mezcla de varias) de esas ideas, sean ganadoras o no, para llevarlas a cabo por parte de los propios promotores de los concursos o de sus entidades vinculadas.
Son varios los concursos de arquitectura que se han promovido en esas condiciones en Las Palmas de Gran Canaria en los últimos años, pero creemos que con la convocatoria del que quiere hacerse llamar Museo de Bellas Artes de Gran Canaria -a desarrollar en la parte no intervenida del antiguo Hospital San Martín- la gota ha colmado el vaso. Lo que hasta ahora se había mostrado de forma ambigua pasa a adquirir carta de naturaleza, oficializando un tipo de convocatoria totalmente inaceptable, en tanto que ignora todas y cada una de las cualidades que han hecho de los concursos uno de los mejores y más interesantes procedimientos para promover la arquitectura con mayúsculas.
Así, se dispone en el pliego correspondiente que “(…) esta licitación (concurso de ideas) queda expresa y formalmente excluida o desvinculada de un eventual y ulterior expediente de contratación relativo al encargo de redacción de proyecto y, en su caso, de la dirección facultativa”. Esta condición sería propia de, un proceso de tipo más académico donde se pretenda testear ideas iniciales, en pos de una selección de múltiples propuestas en estadios de desarrollo primario. No es lo que se persigue en este caso, con un único premio, y para el que se solicita un amplio despliegue documental. Pero es que, a continuación, el pliego sigue: “No obstante, las Bases del futuro concurso para la licitación del proyecto del MUBAGRANCANARIA se desarrollarán a partir de la idea que haya resultado ganadora del presente concurso de ideas”. A lo que se añade: “(…) el concursante que resulte ganador cede, en virtud de las presentes Bases, a la entidad convocante todos los derechos de contenido patrimonial de propiedad intelectual sobre sus propuestas y los proyectos, diseños, bocetos y maquetas desarrollados, incluyendo a título enunciativo los siguientes derechos: Reproducción; Transformación; Distribución de las obras reproducidas y/o transformadas; Comunicación pública y puesta a disposición del público de las obras; y la ejecución, en su caso, de las obras”. Por tanto, la apropiación del proyecto-idea arquitectónica por parte del promotor se hace patente, y la posibilidad de que la utilice, altere e incluso la ejecute, queda confirmada por los propios participantes en el concurso, que comprometen su aceptación de las bases en el mismo acto de su concurrencia al mismo.
Este punto contradice muchos de los buenos propósitos señalados explícitamente desde la UNESCO sobre derechos de autor y propiedad del proyecto. Por señalar uno en particular, el artículo 29 constata que “El autor de un proyecto conservará la plena propiedad artística de su obra. No se podrá introducir ninguna alteración o modificación al proyecto sin su consentimiento formal”.
Justamente, el siguiente articulado de la UNESCO deja claro que “El proyecto clasificado en primer lugar solo podrá ser utilizado por el organizador cuando éste confíe al autor la ejecución de la obra. Ningún otro proyecto, premiado o no, podrá ser utilizado total o parcialmente por el organizador si no es con el acuerdo del autor”. Si no fuera porque nos llega a través de una organización de tan alto calado, cualquier cotejamiento de este artículo frente a la realidad de ganadores y no ganadores de tantos y tantos concursos de ideas públicos nos haría pensar que estamos ante el desvarío de algún idealista desmedido.
Ni siquiera hace falta buscar en las altas esferas internacionales para recordarnos cuanto nos hemos apartado de los ideales profesionales en el tema que nos ocupa. El Libro Blanco de los Concursos del COAM (Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid) habla de que la participación en un concurso “En ningún caso supone la cesión de derechos irrenunciables de autor, tales como los derechos morales y, muy en especial, los de divulgación y el de paternidad e integridad intelectual.”
Y aún hay más. Por si fuera poco el descrédito que implican para el trabajo de los arquitectos las bases del concurso para el “Museo de Bellas Artes de Gran Canaria” (sobre el que nos centramos únicamente como el más reciente ejemplo de una realidad que este artículo pretende lamentar), las fórmulas arbitradas para la garantía del anonimato devienen claramente dudosas (volviendo al citado reglamento UNESCO: “Todos los proyectos se presentaran y serán juzgados de manera anónima”; artículo 7), ya que deja abierta la ventana para que el promotor conozca las identidades de los profesionales presentados antes de que el concurso se resuelva, y aún se reserva la posibilidad de segunda vuelta para el desarrollo de los trabajos, tras entrevistas con varios autores preseleccionados.
Por último, cuando se trata de la constitución del jurado, el planteamiento empeora, pues la participación de arquitectos en el mismo es sólo del 25 por ciento (2 de 8; ¡ah! y todos los asesores sin voto que sean necesarios), y en ningún caso se garantiza que se trate de arquitectos de reconocido prestigio nacional o internacional, sino que puede designarse a cualquiera.
Todo esto cuenta con el visto bueno del Colegio Oficial de Arquitectos de Gran Canaria (el recién estrenado COAGC), que lejos de abstenerse del proceso, ha participado en la organización del mismo y colaborará directamente tanto en su tramitación como en la selección de propuestas (además de proclamar “la recuperación de la estima profesional”…como si nadie se hubiera percatado de semejante atropello).
¿Qué es al final lo que se pretende? En el caso de que los interesados no presten debida atención a las condiciones dispuestas, se asistirá al saqueo institucionalizado del trabajo de muchos profesionales. Y si resulta que los posibles interesados advierten el entuerto, y por tanto la participación es escasa, se habrán obtenido argumentos para que la designación de profesionales se articule evitando la concurrencia libre, al modo de cómo se actúa desde la empresa pública Gesplan, cuyas fórmulas han sido repetidamente denunciadas sin respuesta por parte de sus responsables.
Otra posibilidad es que la intención sea la de dejar un amarre posible para intentar controlar el futuro del Hospital San Martín, una vez asumido, pese a quien le pese, que éste ya forma parte de la estructura de espacios culturales públicos de la ciudad. Vana pretensión, porque eso siempre ha salido mal.
Tales posibilidades responderían a un afán demasiado interesado de controlar el proceso y sus resultados, por lo que nosotros queremos creer que no se trata de una cosa ni la otra. Ha sido simplemente desconocimiento e incompetencia, mezclado con intereses cruzados y algún posible convidado de piedra, (que no ha opinado, pero consta). Como siempre, todo se resuelve en una mala gestión de los temas públicos y al final en un ‘totum revolutum’ sin pies ni cabeza. Esto es, flashes, declaraciones coyunturales, profesionales desaprovechados y una ciudadanía que asiste a inauguraciones de obras que no entiende por qué no responden a lo que aspiran y merecen.
Una pena, o peor, otra pena más.
(Joaquín Casariego, Elsa Guerra y Noemí Tejera son arquitectos).
Había mucha confianza en el planeamiento a escala regional. Eran los últimos sesenta y primeros setenta del siglo XX y los urbanistas y economistas canarios más jóvenes y aguerridos, tanto de Tenerife como de Gran Canaria, decidieron lanzarse a la aventura del estudio del «desarrollo regional». De hecho, una editorial canaria llamada «inventarios provisionales» publicó un resumen de los resultados de aquellos trabajos, en los que participó como invitado especial un analista y planificador británico, ya afamado, llamado Peter Hall.
Para cualquier urbanista de las últimas generaciones, Sir Peter Hall, ha sido, un poco, su padre ideológico. Hall, tuvo la habilidad de condensar en unos cuantos textos lo esencial del Urbanismo y sin ellos el progreso de la disciplina, en términos generales, hubiera sido, seguramente, mucho más lento. Aunque un prolijo escritor, tanto en forma de libro como de artículo, el británico profesor, condensó en tres o cuatro de ellos, lo esencial de la disciplina, adelantándose a todos los demás en sacarlo a la luz en el momento oportuno.
Acaba de fallecer, a los 84 años. Y en este caso, podemos decir, sin ninguna precaución, que perdimos a uno de los grandes divulgadores de la «ciencia urbana», si es que es este término el más apropiado para definir el contenido de los trabajos de Hall.
Además, más allá de la mera divulgación profesional, Peter Hall estuvo en muchos otros frentes. Su prestigio como docente e investigador universitario lo llevó a formar parte de múltiples comisiones gubernamentales de la más alta escala, llegando a liderar en varias ocasiones, grupos de trabajo por encargo directo de los ministros británicos del ramo. En esta dirección, estuvo muy especialmente implicado en el debate urbanístico llevado a cabo en el periodo más polémico de la última fase del pasado siglo, que coincidió con los gobiernos de Margaret Thatcher.
Tan alto llegó a ser su magisterio que fue reclamado por las universidades americanas, en este caso por Berkeley University, en California, y durante muchos años estuvo combinando la docencia y la investigación en aquella prestigiosa universidad con la Bartlett School, University College of London, en Inglaterra. Se decía del profesor británico, que era el docente que más kilómetros de viaje aéreo tenía a sus espaldas. Eso le permitía comparar el progreso de la disciplina desde ambas visiones y afianzar su propia perspectiva e interpretación del Urbanismo.
Su libro Urban and Regional Planning fue, a partir de los años sesenta (no sé cuántas ediciones debe llevar, pero seguro que muchas) un auténtico manual y una síntesis muy cualificado de lo esencial del Urbanismo. Aunque muy centrado en el caso británico, el libro recoge casi todos los paradigmas que ahora encontramos evidentes, pero que entonces aparecían como las bases de una «ciencia nueva» que ningún teórico se había atrevido a afrontar. El otro libro a destacar, en mi más que subjetiva opinión, ha sido Cities of Tomorrow, publicado, por vez primera, pero con muchas revisiones posteriores, a finales de los años ochenta. En este caso, Peter Hall abordaba la difícil tarea de contarnos el Urbanismo del siglo XX, escogiendo una serie de momentos especiales en que la disciplina dio un salto significativo y contextualizando cada uno de ellos en una ciudad específica, en algunos ejemplos americana y en otros europea o asiática.
Geógrafo de profesión y doctorado en Geografía, fue, como hemos estado señalando, un especialista en lo que los anglosajones denominan planning, algo que mostró desde sus primeros escritos. De hecho, tanto como consultor privado o como asesor gubernamental actuó siempre como un planner, una titulación que podríamos homologar al «urbanista» español, pero que en realidad, así como ha existido en el área anglosajona, nunca terminó de consolidarse en nuestro territorio. Los urbanistas españoles nos denominamos así, tanto porque, por el desarrollo de nuestra actividad, lo consideramos nosotros mismos o porque nos puedan considerar los demás. No porque nos hayamos titulado en esa disciplina.
Pues bien, Sir Peter Hall fue unos de los grandes maestros del Urbanismo (planning) correspondiente a la última fase del siglo XX y primera del siglo XXI. Según consta en las bibliotecas de todo el mundo, escribió unos cincuenta libros y unos mil setecientos artículos, que se tradujeron a múltiples idiomas y que continúan siendo manuales imprescindibles en los programas de los masters de la disciplina en todo el mundo. Su aportación al desarrollo doctrinal en materia urbanística ha sido impagable. En lo que se refiere a su actividad como profesor, profesional, asesor, conferenciante y divulgador, no puede haber sido más desplegada y fecunda.
Ochenta y cuatro años da para mucho, según como cada uno se organice, pero el profesor Hall demostró hasta cuánto se puede exprimir la naranja.
(*) Arquitecto y Catedrático de Urbanismo de la ULPGC.
[Artículo publicado en el periódico La Provincia, el 17 de mayo de 2013]
Cuando durante los años ochenta, la ciudad comenzó a mostrar aquellos signos de desestructuración espacial, que sobre todo eran visibles en las periferias urbanas más dinámicas y depredadoras y nos vimos huérfanos de una teoría rigurosa y robusta que nos proporcionara respuestas veraces a aquel comportamiento tan poco común, surgieron múltiples etiquetas, que todavía inundan la literatura urbanística, como «generic city», «splintering urbanism», «cittá difusa», «edge city», por señalar solo algunas, ya que el rosario en aquellos momentos se hacía interminable. Esta repuesta tan retorcida e inconcreta mostraba dos hechos paralelos y complementarios: en primer lugar que la ciudad comenzaba a impedir su explicación desde una sola angulación disciplinar (el análisis urbano también se estaba diversificando) y en segundo lugar, que esos «modelos de interpretación de la realidad urbana» se apoyaban demasiado en otras disciplinas afines al urbanismo, como la política, la historia, la economía, incluso, la arquitectura, y, por tanto, no entraban de lleno en el centro del problema.
En mi opinión, y aún siendo también propuestos desde campos disciplinares autónomos, hubo, sin embargo, tres discursos paralelos en el tiempo, que vieron la luz a finales de aquella década prodigiosa y que contribuyeron enormemente a aclarar el comportamiento desacompasado y disjunto que las ciudades estaban mostrando y que las dos década siguientes no han hecho más que reforzar y consolidar.
El primero de ellos es «The Condition of Postmodernity», de David Harvey, publicado en 1990 y escrito sobre la base de algunos artículos que ya Harvey había divulgado previamente en otros medios. Un texto que, para desgracia de muchos, tardó ocho años en publicarse en español y que en mi opinión constituye la interpretación más ajustada y completa de los fenómenos culturales, sociales y económicos que desembocaron en lo que hoy definimos como «globalización». Harvey, un conocido geógrafo inglés de formación marxista y afinado olfato para pulsar las inquietudes sociales y ponerlas en relación con la ciudad, ha publicado con anterioridad y posterioridad más de una treintena de textos, todos de enorme interés, pero que puede que no hayan sido sino el antes y el después del que estamos señalando.
El segundo que queremos resaltar lo tituló Manuel Castells «The Informational City» y vio la luz en el año 1989. Aquí Castells, mostraba por primera vez las consecuencias espaciales de los cambios que la estructura económica estaba sufriendo como consecuencia del paso desde la sociedad industrial que éramos a la sociedad del conocimiento a que nos estábamos dirigiendo. Este texto, que también tardó seis años en publicarse en español, fue un ensayo previo de lo que poco después constituiría la obra cumbre de Castells «La Sociedad Red», ese dilatado y ambicioso discurso incluido en tres volúmenes con el que el autor pretendió transmitirnos la complejidad del contexto social y económico en el que nos movemos.
El tercero y último relato, no por ello de menor importancia, tiene que ver con la acertada elección de Saskia Sassen como depositaria del último Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales y se denominó «The Global City: New York, London, Tokio». Fue publicado el 1991, ampliado diez años después y traducido al español a los seis años de su primera aparición.
Saskia Sassen, que es holandesa por casualidad, puesto que vivió su infancia en Argentina y ha pasado toda su vida en los Estados Unidos contratada por las más prestigiosas universidades, combina en la actualidad (como hace también su marido Richard Sennet) una universidad americana con una universidad inglesa, cada una en un semestre, y ha sido, en mi opinión, la que mejor ha sabido transmitir las consecuencias en el espacio territorial de los cambios habidos en la estructura económica globalizada.
Siendo la más tradicional de los tres autores indicados en la definición del marco de sus investigaciones, y por tanto, la que más se ajusta a los modelos analíticos clásicos, Saskia Sassen apabulla con la rigurosidad del método, la cantidad y la exactitud de las fuentes, con la fidelidad de los datos, y la claridad de los resultados parciales, para construir cada una de las conclusiones que va acumulando en la demostración de sus hipótesis de partida. Como muchos de los grandes investigadores, no deja ningún cabo suelto, los diversos capítulos en que divide su discurso van cayendo encadenadamente, cerrando unos interrogantes para abrir otros nuevos y así ir construyendo los argumentos centrales de su relato. Al final, podrás estar más o menos de acuerdo con su enfoque sobre la globalización o sobre cualquiera de los otros temas tratados por ella, pero tendrás que aceptar la seriedad de su aproximación, la efectividad de sus procedimientos y la confianza en sus resultados.
Los trabajos de Saskia Sassen no son solo importantes, y de ahí probablemente el mayor merecimiento del premio, por exponernos con solvencia y facilidad de acceso temas de la más alta complejidad fenomenológica, sino por enseñarnos a afrontar, programar y resolver con razonable eficacia un problema cualquiera. En resumen, por enseñarnos a investigar.
[Imagen reciente del filósofo alemán Jurgen Habermas]
«Él me miró como si me abrazara en medio del miedo. Y yo salí de allí con la congoja de no haberle sabido decir nada, ni ojalá, ni una palabra que le devolviera a sus ojos la felicidad que buscó siempre en medio del desastre.» Juan Cruz Ruiz. «Ojalá Octubre». Alfaguara. 2007.
Habíamos preparado para aquel congreso un «paper» crítico con las posiciones rompedoras que rodeaban al «urbanismo comunicativo», que entonces se presentaba como la modalidad más radical y alejada del «sistema». Pensábamos, por aquellos años, que solo las aportaciones de los «expertos» y la «cientificidad» de los procesos de planeamiento, podían garantizar el rigor y la fiabilidad de los resultados. Y el «urbanismo comunicativo» proponía y defendía justo lo contrario: la necesidad de «dar voz» a todos los sectores implicados, poniendo en duda la efectividad real y el valor operativo de las propuestas provenientes de los métodos basados en la «racionalidad científica».
A aquel evento había acudido lo más florido del análisis urbano del momento, que incluía a Edward Soja, John Forester, Patsy Healey, Judith Innes y otros tantos, y el debate se había calentado precisamente cuando entró en juego la discusión sobre el «urbanismo comunicativo», una modalidad demasiado verde y atrevida para aquellos momentos de prosperidad y confianza en el futuro. Estábamos en 1999 y el congreso, organizado por la Asociación Europea de Escuelas de Urbanismo (AESOP), se desarrollaba en Bergen, la segunda ciudad en importancia de Noruega. Y en julio, único mes que, sin acabar congelado, se podía organizar algo en aquellas latitudes.
Ahora, que tantas dudas surgen sobre los métodos tradicionales establecidos para la toma de decisiones y cuando innumerables sombras se extienden sobre los patrones de representación formal que configuran nuestro sistema político, rememoramos aquellos debates y volvemos a poner nuestra atención, no tanto en la discusión urbanística, que también, sino en los principios ideológicos que estaban en la base y que fueron enunciados en 1981 por el filósofo alemán Jurgen Habermas en aquel discurso monumental que tituló «Teoría de la acción comunicativa». Esa circunstancia temporal y el hecho de haber sido galardonado con el premio Erasmus de 2013, han vuelto a poner sobre la mesa la oportunidad de sus enunciados (o tal vez haya sido a la inversa) reconciliándolo con el Urbanismo, al haber recogido el mismo premio que hace dos años recibiera el urbanista catalán Joan Busquets.
Habermas junto a pensadores como Adorno y Horkheimer, es decir, lo más representativo de la llamada Escuela de Frankfurt, habían enunciado aquello de que «la realidad está escondida bajo pensamientos, teorías, hipótesis y lenguajes socialmente construidos, reflejando y reforzando relaciones de poder en una sociedad que, en cambio, conforma y distorsiona el conocimiento. La ´vida del mundo´, léase, el mundo de la experiencia diaria, está ´colonizado´ por concepciones provenientes de estos pensamientos construidos socialmente, situándonos lejos de nuestra propia realidad y forzándonos a verla a través de los lentes de la sociedad»[1].
Y fue en este contexto teórico donde el laureado filósofo alemán, desarrolló su teoría de la acción comunicativa y de la racionalidad comunicativa, aseverando que en ciertas «condiciones ideales» (de proximidad, comprensión, positividad, sinceridad, legitimidad, acceso a la información, etc,…), tan racionales pueden ser las conclusiones alcanzadas a través del pensamiento positivo, como las logradas en un proceso de diálogo intersubjetivo entre participantes con intereses contrapuestos. Según Habermas, si, como en cualquier otro experimento, se dan esas condiciones y a través de ese proceso de diálogo se desemboca en un acuerdo sobre la naturaleza de un fenómeno dado o sobre la conveniencia de una acción específica, entonces el resultado es racional.
Un camino que, durante los años ochenta y noventa, algunos analistas urbanos de extracción anglosajona aprovecharon para aplicarlo al trabajo urbanístico y en concreto al desarrollo de los planes de urbanismo. John Forester, y posteriormente, Patsy Healey y Judith Innes, trabajaron intensamente en la búsqueda de fórmulas realistas para la toma de decisiones urbanas, sobre todo cuando los sistemas tradicionales no solo impedían alcanzar resultados plausibles, sino cuando ni siquiera permitían definir la naturaleza de los problemas. El urbanismo colaborativo abría así un campo extraordinariamente fecundo, a pesar de trabajar contracorriente y tocando la fibra sensible de lo más vertebral del sistema, es decir, los patrones tradicionales de representación y la confianza del poder ejecutivo.
Según estos autores, los tiempos han cambiado y en los países desarrollados, la globalización, esto es, el incremento de las comunicaciones instantáneas e Internet, el movimiento de los grupos de inmigrantes y la elevación de los niveles de educación, son algunos de los cambios que están transformando la sociedad. Los efectos secundarios de estos cambios son muchos, lo que incluye la colisión de culturas y la consecuente pérdida de identidad y mixtificación de los valores. También incluye el desarrollo de un «nuevo tribalismo» como respuesta a esos cambios y el incremento del número de sociedades fragmentadas y combativas, a todas las escalas. La consecuencia ha sido que los grupos han crecido más organizados y vociferantes, con cada uno de ellos defendiendo sus propios intereses.
Pero es que, por otro lado, los procesos de decisión institucionales se han burocratizado, jerarquizándose su estructura, rutinizándose sus prácticas, en definitiva, diseñándose para desarrollar una función muy limitada. El resultado ha sido una acción gubernamental inapropiada e ineficiente y, en algunos casos, la parálisis.
El modelo positivista del conocimiento que dominó la enseñanza y mucho de la práctica profesional durante los años 80 se ha debilitado enormemente, comenzando a tomar cuerpo una visión más social y participada del mismo. Algunas de las convenciones asociadas a aquel modelo en que el experto transmitía la verdad al poder, no son ya tan claramente aceptadas, ampliándose la separación formal de valores entre el análisis y las propuestas con un distanciamiento gradual entre los funcionarios y los políticos. La tradicional asociación entre burocracia y pericia, como mayor fuente de legitimación, no es ya tan persuasiva como fue y la toma de decisiones ha tenido que buscar nuevas forma de legitimación. Y gradualmente, muchos representantes gubernamentales y no gubernamentales han visto nuevos valores en el diálogo.
En resumen, que aquellos principios que Habermas anunció hace mas de 30 años, se han vuelto a recuperar con la crisis institucional (tan vigente en el ejemplo español), comenzándose a entender como una posible salida al desgaste y, en casos, creciente degradación, de la vida y la actividad públicas. Una formulación general que los urbanistas más aguerridos y esperanzados han traducido y aplicado al campo propio, generando así nuevos senderos para la resolución de los problemas de la ciudad y el territorio, así como una más democrática materialización de los fundamentos que dieron origen a su disciplina.
[1] Innes, Judith E.; Booher, David E. (2010) Planning with complexity. An introduction to collaborative rationality for public policy. Routledge.
[Barrio marginal del litoral canario]
Durante los años sesenta del pasado siglo y provocados por una ascendente estimación de lo urbano, hasta entonces insospechada, las ciudades españolas experimentaron una fuerte expansión, con la ocupación sistemática y generalizada de sus periferias, impulsada, por un lado, por los propios organismos oficiales, pero otras veces, a través de la adquisición individual de pequeños lotes de terreno, producto de la parcelación y urbanización de antiguas fincas desactivadas: en las regiones poblacionalmente más receptivas, incluso mediante la «parcelación ilegal» de algunas de aquellas fincas. Una modalidad, esta última, que la población inmigrante aprovechó para dar salida a su alojamiento, y una ilegalidad que ni el comprador ni el parcelador-vendedor ignoraban, pero que permitía una transacción menos onerosa en la adquisición de aquellas parcelas.
Como sea que dichas parcelaciones se producían «al margen» del planeamiento urbanístico, a los barrios producto de ese fenómeno, tan propio de las comunidades en desarrollo, se les llamó «urbanizaciones marginales». Unos barrios que hoy se extienden por la corona urbana más reciente y que, aunque crecieron sin los mínimos servicios urbanos, su posterior formalización y su integración gradual en las tramas de la ciudades, los hace hoy, en muchos casos, casi imperceptibles.
Pues bien, Canarias fue una de las regiones españolas donde este fenómeno tomo cuerpo con mayor virulencia y, de hecho, tanto su incidencia urbanística como sus características internas, fueron, sobre todo en sus dos capitales más pobladas, especialmente estudiadas. Una circunstancia que, a día de hoy, nos permite hablar sobre el mismo con bastante criterio y precisión.
El proceso de formación de los barrios era, en síntesis, bastante simple. El propietario de una de las fincas situadas en la periferia urbana y en las proximidades a la red viaria principal, fraccionaba parte de su propiedad mediante una sencilla trama de calles, cuyo interior dividía de forma que el resultado fueran lotes edificables de pequeña dimensión. La venta progresiva de cada uno de los lotes y su posterior levante mediante construcciones muy elementales, pero definitivas, dieron carta de naturaleza a unas formas de urbanización con un fuerte componente especulativo, ya que a medida que los sectores vendidos se iban consolidando, el propietario de la finca matriz añadía un nuevo sector a aquel mercado ilegal. Un proceso que no solo era observado con naturalidad por parte de las autoridades competentes, sino que, presionadas por los nuevos residentes y sin la mínima aportación de éstos, aquellas contribuían a fortalecer, puesto que era la propia Administración, la que terminaba llevando a cabo la urbanización y posterior construcción de los equipamientos.
No fueron, sin embargo, tan específicamente estudiados los barrios ilegales situados en el litoral que, conceptualmente coincidentes con los anteriores, solo se diferenciaban de ellos en que el espacio urbanizado se concentró en el frente marítimo, en un proceso de progresiva ocupación, que comenzaba con la invasión de la orilla, para progresar, cuando fue el caso, en la dirección contraria a la del mar. En consecuencia, una ocupación de mucha mayor gravedad que las correspondientes en las zonas del interior, debido a sus claras implicaciones ecológicas y paisajísticas, pero igualmente desconsideras por quienes tenían que ponerles freno.
Es cierto que en algunos ejemplos muy contados, estas invasiones pudieron haberse producido con anterioridad (incluso con mucha anterioridad) al fenómeno descrito, mostrando así una configuración morfológica muy diferente y requiriendo, por tanto, un tratamiento urbanístico especial. Pero la construcción de estos barrios, en la mayor parte de los casos, se inició durante la década de los cincuenta y sesenta del pasado siglo (pueden verse en las ortofotos de IDECanarias de Grascan), pudiendo, por tanto, ser en general tipificados como una modalidad más del «fenómeno marginal».
Una modalidad de ocupación del suelo tan especial y particular que fenomenológicamente conviene revelar y desnudar, ya que a veces se ha intentado reconocer en ella, confundidos entre una fuerte dosis de picaresca y demagogia, adobadas ambas con intereses de todo tipo, valores de carácter etnográfico o histórico, cuando no, y esto sin el menor sonrojo, algún interés arquitectónico.
Por todo ello, es importante diferenciar la oportunidad que para algunos de sus residentes significó acceder a algún tipo de alojamiento, por precario que este fuera, y en el caso de su demolición, la obligación moral de compensarlos con una vivienda, de la brutalidad medioambiental que supone estar ocupando (y «ocupando» es, en ocasiones, casi «nadando en») una clase de espacio de la más alta fragilidad ecológica y mayor valor paisajístico de las islas. No creo que sea necesario insistir en la importancia gradual que la recuperación del borde litoral está suponiendo para el archipiélago, no solo en términos de su mejora ambiental, sino también cara a su futuro económico y turístico.
Esperemos, por tanto, que el proceso iniciado de recuperación de nuestro borde litoral continúe, y no únicamente el protagonizado por este tipo de asentamientos, sino, en general, el afectado por esas y otras operaciones menos inocentes, pero que la dejadez y la tolerancia administrativa, en algún momento de la historia de esta comunidad, aceptaron o toleraron.
«Él me miró como si me abrazara en medio del miedo. Y yo salí de allí con la congoja de no haberle sabido decir nada, ni ojalá, ni una palabra que le devolviera a sus ojos la felicidad que buscó siempre en medio del desastre.»
Juan Cruz Ruiz. «Ojalá Octubre». Alfaguara. 2007.
[1ª y 2ª fase del Barrio de Las Rehoyas.1961. Las Palmas de Gran Canaria. Archivo Casariego-Guerra]
En aplicación de aquella norma española de 1954 que introdujo la «vivienda social» de 42 metros cuadrados, el «bloque lineal» vivió en Las Palmas de Gran Canaria su momento estelar. En el arco temporal de escasamente una década, la de los cincuenta, se había ocupado prácticamente la plataforma superior de la ciudad, construyéndose durante esos años, y solo con esa modalidad, más de seis mil viviendas. Así como en la década previa, la del «Mando Económico», se pudieron llevar a cabo únicamente dos conjuntos unifamiliares («García-Escámez» y «Francisco Franco») con menos de 400 unidades en total, la promulgación de esa norma representó un disparo de salida. El más claro síntoma de que se estaba inaugurando una nueva fase que iba a coincidir con la primera gran expansión de la ciudad: la construcción de la «ciudad alta».
Así como en la parte baja, como hemos visto, ciertos casos de arquitectura residencial (y algunos equipamientos) estaban siendo afrontados con algunos criterios técnicos y estéticos vinculados a las corrientes internacionales más avanzadas, en estos barrios, por el contrario, el parámetro «cantidad» iba a prevalecer sobre cualquier otra valoración urbanística o arquitectónica. Al margen de quienes fueran los responsables de los proyectos y de su ejecución, ni los modelos de ordenación, ni las soluciones arquitectónicas específicas tuvieron en ningún caso (y en ningún caso es en ningún caso) el menor interés disciplinar. Si la «condición periférica» de Canarias, tuvo en ese periodo algún tipo de encarnación, uno de ellos fue, sin duda alguna, el paisaje urbano y arquitectónico resultante de las actuaciones llevadas a cabo en esa parte de la ciudad.
Aunque en los sectores «Martín Freire» y «Escaleritas» el recurso inmediato de situar sucesivamente un bloque tras otro no tuvo más consecuencias que la pobreza de su estructura urbana y la monotonía secuencial de su morfología, en los barrios situados en las pendientes (que ningún terreno fue desaprovechado), las consecuencias fueron más graves. Aquí, las pautas de repetitividad aplicadas a los anteriores casos topaban con las irregularidades de la topografía, y los «modelos» de ordenación resultantes iban a terminar configurándose con el único criterio de acumular la mayor cantidad posible de unidades dentro de los límites del terreno disponible. Una pauta práctica y posibilista, pero paisajísticamente catastrófica que, con el transcurso del tiempo, ha derivado en barrios estratégicamente bien situados, pero con un alto grado de deterioro ambiental y social.
Una situación que comenzó a superarse hace unos años con la renovación del barrio de «El Polvorín», y que, tras la actual coyuntura habrá que continuar, con la revisión de otras zonas de similar carácter. Una de ellas debería ser la correspondiente al barrio de «Las Rehoyas».
El barrio de Las Rehoyas
La apuesta era difícil. Habría que meterse en la piel del delegado de la Vivienda de Las Palmas de Gran Canaria, cuando sobre finales de los años cincuenta, le ordenaron encajar 2.500 viviendas en aquella zona imposible. Porque si se pone atención a las imágenes de evolución del barrio, que fue construido en la dirección descendente, es fácil observar cómo a medida que se desciende, empeoran las soluciones técnicas. Y esto, tanto en la altura, como en las formas de agrupación, como en la elección de las tipologías edificatorias. El último conjunto, el ligado a la Carretera de Mata y formado por una alineación de bloques con planta en forma de cruz y unidos por las esquinas, es la demostración palpable de que había que alcanzar el número de viviendas programado al precio que fuera. Cuesta encontrar una fórmula de agrupación más ineficiente y anti-urbana, aunque haya que reconocer que con ninguna otra podría haberse alcanzado mayor número de viviendas por unidad de superficie.
Y debía ser ese, el número de viviendas, el típico objetivo cuyo incumplimiento se castigaba con el «castillo», porque si se vuelve sobre las mismas imágenes, también se puede observar que aquellas se construyeron en tres fases sucesivas y sobre un terreno en estado natural, no sobre un soporte urbanizado. Las calles y las redes urbanas vendrían después. No es otra la causa de los desajustes entre el trazado de las calles y la entrada principal a los bloques, que en muy escasas ocasiones coinciden, y que en la mayor parte de los casos hubo de resolverse con posterioridad: mediante tramos de escaleras situados sobre las aceras o mediante huecos de separación entre las aceras y las casas. Era eso, la prisa y el cumplimiento de los programas, lo prioritario, aunque constaran como «terminados» edificios construidos sin calles, sin agua y sin luz,….,ah, y también sin ascensor. Pero estos, en realidad, no se habían previsto nunca.
Como sea que el barrio nunca fue concebido como un conjunto, en cada una de las tres fases se previó una pequeña parcela para desarrollar las zonas libres: en total, tres zonas libres. Cierto que las dos primeras, centralmente localizadas, tenían que superar una notable pendiente y no eran perfectas, pero eran zonas libres. Y cuando el barrio se fue poblando y necesitando no solo jardines, sino equipamientos públicos, como iglesias, locales de reunión, comercios y otras funciones colectivas,…, las zonas libres se «revisaron»: léase, comenzó a ocuparse parte de su superficie . Conclusión: de las tres parcelas disponibles, la primera no es una zona libre sino una escalera infinita, la segunda es una combinación de plaza y otras funciones vecinales, y la tercera, la que mejores condiciones presentaba por su extensión y su situación en la base de la ladera, es hoy, en buena parte, un aparcamiento de notables dimensiones.
Y el barrio se degradó. En primer lugar, por las propias deficiencias del «modelo de ordenación», que desde el principio negó la conectividad, sobre todo la conectividad interna, y planteó un sistema viario sin jerarquización y sin continuidad, así como una trama peatonal sin relaciones transversales, que no fueran las de aquella escalera central infinita e insuperable. En segundo lugar, por las indecisiones sobre el uso del espacio «entre bloques», franjas públicas con enormes posibilidades, aunque «tierra de nadie» en la práctica, que los usuarios de planta baja fueron privatizando mediante una (primero precaria y después definitiva), perimetración sucesiva de su superficie. Y en tercer lugar, por la escasa calidad de la edificación, más debida a los déficits de los servicios y los materiales empleados en su construcción, que al tamaño de las viviendas. Un estándar, éste último, muy subordinado al número de miembros de cada familia.
Un diagnóstico que no coincidió totalmente con el que se suponía que debía de extraerse de las dos o tres reuniones mantenidas con los representantes de la Asociación de Vecinos «Santa Luisa de Marillac». Para aquellos vecinos, el problema menos superable se centraba en las viviendas y su estado calamitoso, que se podía traducir en su tamaño, su distribución interna, sus servicios, sus materiales, sus instalaciones, etc. El criterio mayoritariamente sostenido coincidía en que el emplazamiento del barrio podía garantizar unos ciertos equipamientos y servicios colectivos, y que incluso se podía transigir con la accesibilidad interna, pero no con el estado de las viviendas. Según esta tesis, la causa principal del abandono progresivo de los habitantes originales, una vez alcanzado el status que les permitía mudarse, había que imputárselo a las condiciones singulares de cada unidad residencial. No al barrio como conjunto, sino a las deficientes condiciones de los bloques y de cada una de las viviendas. Vivir en aquellas casas, había tocado techo y se debía proceder su total revisión.
¿Demolición o rehabilitación?
Para resolver este interrogante, habría que analizar con más profundidad la situación real de las edificaciones. El Plan General de la ciudad ha apostado por una renovación global del barrio con la sustitución, al menos. del 60 por ciento de la fábrica. Y la primera impresión es que, probablemente, no haya otra salida que su total reposición.
Un interrogante, que, por otras motivaciones, ha trascendido a la calle. No por el caso de Las Rehoyas, sino por otro tema de mayor actualidad y urgencia, que ha desatado algunas pasiones sorprendentes.
Si se atiende a la polémica desatada en la actualidad y difundida en los medios locales, el tema «rehabilitación versus demolición» parece haberse convertido, curiosamente, en uno de los grandes dilemas de nuestro devenir cotidiano. Uno no sale de su asombro,…Con el número ingente de desatinos que ha sufrido (y continua sufriendo) la escasa, pero notable, arquitectura culta en Canarias, la discusión sobre su importancia ha adquirido, súbitamente, una temperatura casi superior a la crisis económica ¿Cómo es posible?
¿Se trata de una repentina concienciación colectiva de sus valores o de la gota que colma el vaso en la cadena de despropósitos? Esperemos que sea lo segundo, porque lo primero es difícil de asimilar. Si la actual polémica, sustentada sobre argumentos legales y económicos, pero escasamente centrada en la importancia de la buena arquitectura como vehículo de transmisión cultural, no cambia, siempre quedará la duda,…Si, por el contrario, el tema se reconduce y aceptamos que en Canarias existe un patrimonio arquitectónico notable, que hay que respetar, y en consecuencia, se comienzan a tomar decisiones en la línea de su consideración, habremos dado un pasito.
Porque el destrozo ha sido gordo, pero que muy gordo,…
[Perspectiva de la primera versión de la Colonia ICOT (parcial). Ciudad Jardín, Las Palmas de Gran Canaria. 1937. Miguel Martín Fernández de la Torre. Archivo Casariego-Guerra]